El final del largo pontificado del beato Pío IX, tras la caída de su poder temporal y el término del concilio Vaticano I mucho antes de haber concluido sus tareas por la guerra franco-prusiana, fue la dolorosa preparación de grandes reformas. Frente al mundo exterior, la Iglesia había definido el valor de la razón en el campo de la religión y había adquirido, por grado o a la fuerza, una independencia nunca vista en siglos de los estados y sus conflictos, y de la política italiana; en el interior, había renovado su unidad en torno al primado, más ubicado en su misión espiritual y plenamente reforzado en su magisterio como maestro y guía supremo de toda la Iglesia católica. Parecía que Europa, y con ella el mundo, adoptando una concepción del hombre opuesta a la del cristianismo, se disponía a luchar contra la Iglesia católica como el principal enemigo de su mitificado progreso científico y social. Las ideas positivistas y materialistas de Comte habían evolucionado hacia dos finales complementarios: Marx y Nietzsche. Es decir, al ateísmo científico, a la incredulidad radical como bases del nuevo humanismo, opuesto a la trascendencia. La “guerra universal contra Roma” crecía no sólo en Italia, sino también en Francia, en la Alemania de Bismark, en Austria, en Bélgica, en Suiza, en Bohemia, en España, en Portugal y hasta en los lejanos Méjico, Venezuela y Brasil. Al acabar el Concilio Vaticano I, el obispo Caixal, involucrado en la Tercera Guerra Carlista, se había quedado en Roma. Los demás prelados catalanes, al regresar, escribieron pastorales donde ni se mencionaba el tema estrella, la infalibilidad –que no ofrecía ninguna duda ni especial consideración a los católicos catalanes-, destinadas a enaltecer la figura de Pío IX y a pedir ayuda para él. A ello se dedicaba, por ejemplo, la Asociación de Devotos de San José, promovida por Bocabella, que además reunía dinero para comenzar las obras del templo expiatorio copia de Loreto que quería edificar en Barcelona. Contendría una imitación de la Santa Casa y once altares dedicados a san José. En el altar mayor estaría representado el quinto dolor y gozo, en un grupo similar al regalado a Pío IX; éste sería esculpido, y los demás pintados. En la entrada del templo, una colosal estatua de Pío IX llevaría los decretos de extensión del rezo del Sagrado Corazón a toda la Iglesia, de declaración de la Inmaculada Concepción como dogma de fe y de la elección de san José como Patrón de la Iglesia universal. La descristianización, la pérdida de la secular vida religiosa cristiana, se evidenciaba sobre todo en el creciente proletariado industrial, hacinado en los suburbios de las grandes ciudades, aplastado por duras condiciones de trabajo y que veía a la Iglesia indiferente a su suerte o incluso aliada de sus explotadores. Los pensadores católicos más relevantes, como Balmes, Chateaubriand o Lameannais –por señalar a los más influyentes en Catalunya- habían a lo largo del siglo XIX reflexionado sobre la importancia determinante para la Iglesia de ganarse a la clase obrera, ya que si no, lo haría el adversario. Es lo que ocurría: el socialismo marxista de la Segunda Internacional se expandía sin traba. Muchos cristianos habían propuesto soluciones a este grave problema e incluso habían dedicado generosamente la vida o fundado instituciones para resolverlo. Es el llamado “catolicismo social”, que se desarrolló vigorosa, aunque insuficientemente, en toda Europa, sin mandato alguno y a la espera de que el Magisterio supremo de la Iglesia se pronunciase. En Barcelona, el obispo fra Joaquim Lluch fundó en 1875 el Instituto Catalán de Artesanos y Obreros, que se proponía reformas sociales hasta hacer pasar a los trabajadores a propietarios; y se sucedían las iniciativas de muchos religiosos, como san Josep Manyanet, que en 1877 empezó los trabajos para crear en Sant Andreu de Palomar el primer colegio de los Hijos de la Sagrada Familia en el área de Barcelona y que sería su residencia habitual hasta 1896. En 1875 se reemprendieron las actividades de las conferencias de San Vicente de Paul, suprimidas durante el Sexenio democrático. Y continuaron las fundaciones de nuevos institutos religiosos, sobre todo femeninos y dedicados a la enseñanza; y la instalación o el refuerzo de muchos procedentes de Francia, donde las leyes restrictivas dificultaban su actividad. La nueva Constitución española promulgada por la Restauración en 1876 concedía en su artículo once la libertad de cultos a los no católicos. El espíritu transaccionista de esta constitución la hacía defendible por los católicos de línea liberal conservadora que, pragmáticamente, se iba difundiendo en los medios dirigentes del catolicismo catalán militante; pero inaceptable por los católicos conservadores a ultranza, ligados al carlismo. La polémica entre ambas tendencias no se suavizaría, sino que crecería con el tiempo. Cuando el 20 de febrero de 1878 los treinta y siete cardenales italianos y veintitrés no italianos del cónclave eligieron a monseñor Pecci, el nuevo papa tomó el nombre de León XIII y se dispuso a compensar las pérdidas materiales sacando partido de su autoridad espiritual para hacer triunfar la causa de Dios y de la Iglesia en el hostil mundo moderno. Quería salir de la fortaleza asediada en que parecía encerrada la Iglesia, para discernir en la nueva civilización, de una parte, todo lo condenable, y ya legítimamente condenado; y de otra, las realidades que en sí mismas no eran anticristianas y sobre las cuales Cristo debía poner su impronta. Buen político y excelente diplomático, quiso apaciguar los conflictos con los diferentes estados y establecer con ellos relaciones de paz y armonía, garantizando en contrapartida espacios de libertad para los católicos en su interior. La Iglesia, que durante los siglos XVII y XVIII había sido en los templos y en las publicaciones hagiográficas la gran conservadora de la lengua catalana, se aproximaba decididamente al movimiento de la Renaixença, cuya figura indiscutible era precisamente un sacerdote: el poeta mosén Jacint Verdaguer. Otro sacerdote intelectual de Vic, mosén Jaume Collell, fundó la revista “La Veu de Montserrat”, que canalizaría los puntos de vista del catolicismo moderado en sus polémicas con los anticlericales. El nombre de la revista no era casual, sino que apuntaba a convertir el milenario de Montserrat (1880-1881) en la ocasión para la recristianización del país y de la época. Se modernizó el santuario, muy afectado por la Guerra de la Independencia y la Desamortización, –en lo que se vería implicado Gaudí como delineante- y se prepararon grandes fiestas y peregrinaciones, que culminarían con la coronación canónica de la imagen y su nombramiento como patrona de Catalunya.