Los católicos del orbe vivían intensamente los sucesivos recortes territoriales que la unificación italiana causaba a los Estados Pontificios, y la amenaza al Poder temporal del Papa, al que éste no quería renunciar. El 8 de diciembre de 1864, el beato Pío IX promulgó la encíclica “Quanta cura”, acompañada de un “Syllabus” (catálogo) de ochenta errores de “el progreso, el liberalismo y la moderna civilización” y que se oponía a “los invasores y usurpadores de los derechos y bienes de la Iglesia”. Las últimas palabras, intencionadamente, eran éstas: “El Pontífice romano puede y debe reconciliarse y ponerse de acuerdo con el progreso, con el liberalismo y con la civilización moderna”. Fue un cambio radical de actitud de Pío IX hacia el liberalismo (en comparación, por ejemplo, con el concordato con la monarquía liberal española) que causó una fuerte división entre los católicos. La soberanía del Papa sobre Roma era mantenida por las bayonetas francesas de Napoleón III. En 1864, la creciente Italia negoció con Francia la retirada de Roma de la guarnición. Pero ante un nuevo intento de Garibaldi de ocupar la Ciudad Eterna, las tropas francesas hubieron de volver de 1866. Poco después, en 1867, el beato Pío IX convocó el Concilio mediante la bula “Aeterni Patris”, un acontecimiento que no se daba desde Trento y que apareció ante los no católicos como un desafío de la Iglesia a la cultura moderna. Una de las reacciones a esta situación se había dado en Barcelona, en 1866. El piadoso librero Josep Maria Bocabella i Verdaguer fundó la Asociación de Devotos de San José “para alcanzar de Dios por intercesión del Glorioso Patriarca el triunfo de la Iglesia y el alivio en su tribulaciones al bondadoso e inmortal Pío IX”. Casi cincuenta años después, la propia Asociación recordaba su fundación como ligada “a las pruebas más horribles que pesaban sobre la Iglesia. (...) Bullían las ideas de la revolución en todos y cada uno de los pueblos europeos, y de su fermentación debía conseguirse horrorosa cosecha. No escapaba España de los planes de la secta, antes al contrario, estaba por completo y muy directamente en ellos comprendida. Los mismos Estados Pontificios eran también juguete de la revolución. (...) Eran tiempos contrarios diabólicamente a cuanto era Iglesia de Cristo. (...) Por eso no es de extrañar que llorasen los cristianos lágrimas de sangre. (...) Mientras abrían brecha en la puerta Pía las balas de la revolución cosmopolita, el mundo católico entero levantaba suplicante sus brazos al cielo, mientras rodeaba y defendía al Pontífice escarnecido en sus derechos y propiedades. (...) Eco fidelísimo de esta conmoción (...) fue la llamarada que el amor y el dolor inició en el corazón de D. José María Bocabella y Verdaguer”. Uno de los adalides del período inicial de la Asociación fue san Antonio M. Claret, que se inscribió en 1867.