El Viernes Santo de 1992, el predicador popular Ignasi Segarra (Albesa 1929 – Barcelona 2003) hizo el Sermón de las Siete Palabras en Riudoms. Lo ilustró con frases de Gaudí que encabezaban cada capítulo de una biografía recién publicada. Veníamos de visitar el Mas de la Calderera, donde el arquitecto había aprendido las primeras lecciones de su gran maestra, la Naturaleza. El mosén bajó del púlpito aún radiante por el toque del Espíritu Santo y dijo: “Hay que beatificar a Gaudí”. En seguida surgió un grupo de laicos dispuestos. Propusimos al Arzobispado de Barcelona que promoviera la beatificación. No les interesó, ya que destacados clérigos y laicos intelectuales estaban en contra; e incluso algunos dirían que éramos unos payasos que gastábamos una broma. Bajando las escaleras del Arzobispado, constituimos la Associació pro Beatificació d’Antoni Gaudí, entidad civil registrada en la Generalitat. Fue providencial, porque así se evidencia que Gaudí no era un sacerdote, un monje o un sacristán. Además, nadie podría acusar a la Iglesia de Barcelona de montar la beatificación por motivos económicos o turísticos; ni tampoco a la Associació, independiente y que vive de donativos. A Gaudí, pues, lo beatificaría el pueblo, el mismo pueblo que, mientras los intelectuales noucentistas y lerrouxistas lo reducían al papel de orate, de chiflado morboso, le daba los dineros para que levantase su “Catedral de los Pobres”; y quizá a don Anton le gusta que sea así. Para lanzar la beatificación, seguimos a McLuhan: “el medio es el mensaje” y “vivimos en una aldea global”. Editamos una estampa en catalán, castellano, inglés y japonés. Se titula “El Arquitecto de Dios”, que es como había sido denominado Gaudí tras su fallecimiento, en 1926. Porque nuestra idea no era original (lo que tratándose de Gaudí es como un pecado). El arquitecto había muerto con fama de santidad e iba a ser beatificado. Pero vinieron la caída de la Monarquía, la persecución religiosa, la guerra, el caudillo, el concilio y el postconcilio. No eran “los tiempos” de la beatificación. Esto es lo que el Espíritu Santo había desvelado al Dr. Ignasi Segarra en el Mas de la Calderera, para que lo anunciase, comenzando por su querido Riudoms: ¡Ha llegado “el tiempo” de la beatificación de Gaudí! Es el período de los pontificados de Juan Pablo II y de Benedicto XVI. En efecto, Gaudí es una realización ejemplar de la idea del papa patriota polaco y artista de que la fe sólo está plenamente vivida cuando se transforma en cultura, y la cultura es la nación. Y es lo opuesto al Relativismo, señalado por el papa teólogo como el enemigo actual del Cristianismo: Gaudí repetía que “la Belleza es el resplandor de la Verdad”; creía en la Verdad, absoluta e independiente de quienes la buscan; y que su trabajo de artista consistía precisamente en moldear la materia finita hasta que la luz de la Verdad infinita pudiera ser vista en ella por todos los demás hombres. Gaudí es el arquetipo de la “alianza entre el Evangelio y el Arte” que propugnaba Juan Pablo II en su Carta a los Artistas (1999), la cual desarrolla el Mensaje a los Artistas del final del Concilio Vaticano II (1965). Benedicto XVI la enriqueció en el Discurso de la Capilla Sixtina (2009) con la tesis de que el camino de la Belleza es un itinerario de fe, de búsqueda teológica, que acaba hallando el Todo en el fragmento, el Infinito en lo finito. Una tesis que le podría haber dictado Gaudí, dedicado a ello en cada una de sus jornadas y que encontró a las tres personas infinitas de la Santísima Trinidad en la geometría profunda de la Naturaleza, en el paraboloide hiperbólico. Mcluhan era un genio de la comunicación de masas y funcionó. La respuesta del pueblo cristiano de Catalunya fue entusiasta: “¡Ya era hora!”. La reacción de los medios de comunicación católicos –de Italia a Filipinas, pasando por Polonia, Irlanda, Quebec, México, etc.-, fue también unánime: Gaudí será un santo universal, como Francesco de Asís. Y el eco mediático fue y es sorprendente: Los grandes periódicos, televisiones, radios y agencias del mundo nos conceden mucho espacio, con un tratamiento positivo. Constatamos que Gaudí es, como Luther King o Teresa de Calcuta, uno de los cristianos más conocidos y admirados por la sociedad contemporánea global. Todos encuentran saludable, una buena noticia, que, si los católicos tienen un tipo como Gaudí, lo pongan en el escaparate y le saquen brillo. Pronto se nos unieron protestantes. La arquitectura de Gaudí, como la música de Bach, eleva a Dios indistintamente a católicos y a luteranos. Es lógico, pues el arquitecto quería vivir personalmente como uno de los primeros cristianos y deseaba con su obra mostrar a la sociedad progresista industrial la Iglesia primitiva. Más adelante, la peregrinación del templo del Buda recostado de Nanzoin (Japón) a la tumba de Gaudí, que portó un gran donativo para la beatificación, recogido entre feligreses budistas, nos demostró que creyentes piadosos de religiones no cristianas piensan que Gaudí vive en el cielo y veneran su camino. A algunos de ellos, la Sagrada Família, que es la exteriorización del alma de Gaudí, los ha atraído tanto a Jesús que se han hecho cristianos y se han bautizado. Nuestro objetivo era el Vaticano, el centro decisorio de la Iglesia, incluido lo que afecta a Catalunya. Presentamos a los cardenales, monseñores y prelados que encontramos por los pasillos dos argumentos. Primero. El mundo contemporáneo no ha sido construido por los católicos. Freud, los Beatles, Picasso, Ford, Gandhi, Nietzsche, Lincoln, Stalin, Mussolini, etc. no eran católicos. Muchos quisieran recluir a la Iglesia católica en el pasado, en un museo. No obstante, algunos católicos han contribuido brillantemente a la construcción de la contemporaneidad. Por ejemplo, Pasteur o los fundadores de la Unión Europea. Y Gaudí, en la vanguardia de las artes plásticas, que, cuando le acusaban de estar alzando anacrónicamente la última de las catedrales, replicaba: “Quizá será la primera de la segunda etapa”. Segundo. La Iglesia ha contado con las mejores obras artísticas de cada generación, pero no ha tenido estima por sus autores, como si aceptase que les tocaba llevar una vida “de artista”. En el catálogo de los santos de la Iglesia católica falta ostensiblemente un gran artista de fama mundial. Juan Pablo II quiso reparar esta injusticia, y, rebuscando en los Museos Vaticanos, beatificó en 1982 a fray Angélico y lo nombró patrono de los artistas. Nuestro candidato llegaba tarde, pero es un número uno, como Michelángelo. Además, fray Angélico es del siglo XV y Gaudí es del XX. Y, sobre todo, fray Angélico es un fraile dominico santo que pintaba; en cambio, Gaudí es sólo artista: es un artista santo. Hasta que un día el Papa preguntó: “Este Gaudí, ¿es laico?”. Y el proceso canónico se abrió el 12 de abril de 2000. La beatificación de Gaudí contribuirá al dibujo de la Historia de Catalunya. La cultura catalana tiene dos cimas: La expansión mediterránea de la Baja Edad Media y la Renaixença, en cuya última ola vivimos. Afirmaba Gaudí que “el templo es la única cosa digna de representar el sentir de un pueblo”. Lo que fueron Santa Maria del Mar y la Seo de Mallorca, ambas a orillas del mar y una hija de la otra, son para la Catalunya actual la iglesia de la Colònia Güell y la Sagrada Família, en una fábrica y en el ensanche urbano de la capital. Ahora bien, glosando al sabio arquitecto, las culturas y las naciones son valoradas, resumidas y entendidas desde fuera a través de sus “templos vivos": aquellas personas que las encarnan y son más conocidas internacionalmente. Lo mejor de la expansión mediterránea lo encarna el beato Ramon Llull; y lo mejor de la Renaixença, Antoni Gaudí. Con su beatificación se conseguirá una bellísima simetría histórica: los dos momentos álgidos del pueblo catalán en la historia universal serán identificados internacionalmente por dos beatos. Una interesante singularidad. Para la generación emergente partidaria de la independencia de Catalunya con su propio estado, la beatificación de Gaudí es un regalo del cielo. ¿Y para los catalanes con menos religión o sin ella? El arquitecto nunca los expulsó de la Sagrada Família o del Park Güell, ni de su concepto de Catalunya. Al contrario: construía para todos. El amor a Catalunya, el amor al Arte, el amor al trabajo bien hecho y el amor a los pobres eran para Gaudí zonas comunes, de esfuerzos compartidos y diálogo; eran ámbitos y maneras de vivir la fraternidad universal, su ideal utópico más sentido. Él mismo no se ocupó de la religión desde la adolescencia hasta los cuarenta años, cuando, en una decisión madura y autónoma, con pleno conocimiento de las alternativas, escogió las Bienaventuranzas de Jesús, poniendo a tope los medios que en el mismo Sermón de la Montaña el Maestro señala para alcanzarlas: buen ejemplo, castidad, sencillez, amor a los enemigos, limosna, oración, ayuno, pobreza, prioridad de las obras sobre las palabras y abandono en la Providencia. Después, diría de sí mismo, refiriéndose a su experiencia anterior: “El hombre sin religión es un disminuido espiritual, un hombre mutilado”. Gaudí no llegó a “Bienaventurados los mansos”, pues no consiguió dominar su mal genio. A partir de los sesenta años, libre de obligaciones familiares, se entregó al proyecto de la Sagrada Família con idéntico misticismo con que otros fundan una institución religiosa o misionan un nuevo país. Dios se portó bien: le concedió una creatividad muy superior a la de su juventud y, a los setenta y cuatro años, la muerte que le había pedido: en el hospital de pobres, recogido y acompañado por la caridad cristiana. (reproducido de “La Vanguardia – Grandes Temas” 05 –noviembre 2010)