La guerra napoleónica (conocida como Guerra del Francès, de 1808 a 1814), muy cruel y destructiva en Catalunya, había sido el episodio inicial del hundimiento del Antiguo Régimen, que no fue rápido, sino que se prolongó a lo largo de todo el siglo XIX. Fernando VII, al retornar al trono en 1814, restableció el puro absolutismo, Inquisición incluida. Los liberales se refugiaron en las logias masónicas, donde encontraron gran cantidad de oficiales del ejército, decepcionados también por el retorno del Antiguo Régimen. En 1820, los militares se sublevaron e impusieron el régimen liberal, ante la atónita mirada de la Europa post-napoleónica. En 1822 hubo un levantamiento realista en Catalunya, la Regencia de la Seu d’Urgell, que fue vencido por el ejército liberal. Pero en 1823 el ejército francés —los Cien Mil Hijos de San Luis—, en aplicación del Congreso de Viena, invadió de nuevo Catalunya y restauró el absolutismo. No obstante, Fernando VII se tornó moderado, y en 1827 estalló en Catalunya una nueva guerra, la Revolta dels Malcontents, de carácter ultra-realista, que fue ahogada por el ejército real. Cuando murió Fernando VII, en 1833, se planteó abiertamente el pleito dinástico entre su hermano Carlos y su hija Isabel (bajo la regencia de su madre Cristina), que polarizaban las dos tendencias: el absolutismo y el liberalismo. Comenzó la Primera Guerra Carlista, larga y cruel en Catalunya, que no acabaría hasta 1840. Los “carlistas”, de composición interclasista, se oponían a la secularización de la política y consideraban que era una catástrofe la separación de la Iglesia y del Estado. Eran contrarios a la industrialización y al centralismo y al uniformismo impuesto desde el gobierno de Madrid. A ellos se oponían los liberales “moderados”, con el grito “libertad y orden”, de extracción burguesa; y los liberales “progresistas”, que eran furiosamente anticlericales. La ruptura violenta entre estos dos grupos se produjo precisamente como consecuencia de una derrota de los liberales en Reus el 22 de julio de 1835, cuya réplica fue en Barcelona la noche del 25 de julio. Los “miserables” quemaron los grandes conventos de la ciudad. La Monarquía fue incapaz de restaurar el orden y Catalunya recobró —por primera vez desde 1714— el gobierno de sí misma. La crisis se saldó a favor de los progresistas. Entre sus medidas de gobierno, destacó la expulsión de las órdenes religiosas y la nacionalización de los bienes de la Iglesia (ley Mendizábal). Acabada la Primera Guerra Carlista, en 1840, se procedió a la subasta de estos bienes, lo que comportó una destrucción masiva del patrimonio cultural, artístico y archivístico de Catalunya, sólo comparable a la destrucción de los monasterios que la incuria de Enrique VIII había llevado a cabo en Inglaterra para consolidar la reforma anglicana. Es el caso del gigantesco cenobio de Santa Maria de Poblet, a 25 Km. de Reus, tumba de los reyes de la Corona de Aragón y, con su biblioteca y archivo, de inmenso valor histórico, artístico y material, que fue abandonado, incendiado, saqueado y en poco tiempo convertido en ruinas. El general Espartero, vencedor de los carlistas, fue proclamado Regente. Enfrentado con Catalunya, bombardeó Barcelona en 1842. Por fin, el 10 de octubre de 1844 fue declarada mayor de edad la reina Isabel II, que iba a cumplir los 14 años. Se promulgó la Constitución de 1845, de carácter liberal-moderado, y se estableció un régimen de democracia censataria y tutela militar. El principal intelectual católico catalán del siglo XIX, Jaume Balmes, propugnó el matrimonio de la reina con el hijo de don Carlos, fusionando los “moderados” y los “carlistas” en “la concordia, la conciliación de todos los españoles en torno a un trono no absolutista, pero fuerte; no revolucionario, pero realmente popular; no fanático, pero verdaderamente católico”. No lo consiguió, pero el trono “liberal moderado” de Isabel II se consolidó y duró veinticuatro años, hasta 1868. No obstante, la evolución política no fue pacífica en Catalunya, donde estaba el 27% de los efectivos del ejército español, para vigilar un país que no representaba más del 6,4% del territorio del Reino y apenas el 10% de su población. De los veinticuatro años de reinado de Isabel II, Catalunya estuvo más de quince en guerra. Hubo una Segunda Guerra Carlista (conocida como Guerra dels Matiners), que duró tres años, de 1846 a 1849. Y cuando la Revolución de 1848 -año del “Manifiesto comunista” de Marx y Engels- estalló en Francia, Italia, Alemania y el Imperio Austro-Húngaro, se levantaron milicias progresistas, que también hacían la guerra al ejército gubernamental. En 1850, surgió una coalición conservadora en Catalunya que derrotó en las elecciones a la candidatura gubernamental moderada; y el gobierno decretó el estado de excepción. En la prensa y los medios políticos españoles se desató una campaña anticatalana, que pretendía suprimir la industria de Catalunya. Poco después, en 1851, Isabel II firmaba un Concordato con la Santa Sede. El papa Pío IX legitimaba solemnemente a la monarquía liberal moderada y autorizaba a los católicos a colaborar con ella. En junio de 1854, el pronunciamiento del general O’Donell, al que Barcelona se sumó de inmediato, dio paso al Bienio progresista. Poco después, el 2 de julio de 1855, sucedía en Catalunya la primera huelga general de la historia. Los obreros pedían la jornada de diez horas, la supresión del trabajo infantil y el reconocimiento de los sindicatos. Entre otros, fue asesinado el director de la fábrica Güell. En junio de 1856 un nuevo golpe de estado, que causó más de cuatrocientos muertos en Barcelona, acabó Bienio progresista. Los moderados retornaron al gobierno español, que se planteó otra vez erradicar la industria catalana. Finalmente, en 1858, el mismo O’Donell encabezó una fuerza centrista, la Unión Liberal, que agrupaba a moderados y a progresistas, y que contó también con los conservadores catalanes. Gobernó durante cinco años, de 1858 a 1863, y emprendió en 1859 una guerra de expansión colonial en Marruecos, similar a las de otras potencias europeas. En esta Guerra de África destacaron las dos personalidades más relevantes de Reus en el siglo XIX: el victorioso general Prim y el pintor Marià Fortuny, autor del gran cuadro “La batalla de Tetuán”.